martes, 26 de mayo de 2009

GUÍA TEMÁTICA PARA EL EXAMEN FINAL DE PRIMERA VUELTA
LITERATURA MEXICANA E IBEROAMERICANA






Nombre de los respectivos Movimientos

Características

Autores representativos

Obras significativas



1.- Literaturas prehispánicas







2.- Literatura de la conquista






Esta literatura fue escrita durante el siglo XVI, principalmente por soldados y misioneros, pero también por algunos indígenas.
En ella se registran los testimonios de los actores de la misma y se divide en:

* Crónica Testimonial,
* Crónica Religiosa
* Crónica Indígena
a) Hernán Cortés
b) Bernal Díaz del Castillo
c) Fray Toribio de Benavente
a) Las cartas de Relación
b) Historia verdadera de la conquista de la Nueva España
c) Historia de los indios de la Nueva España
3.- Literatura barroca









4.- Neoclasicismo y neohumanismo










5.- Romanticismo










6.- Realismo y Naturalismo



7.- Modernismo



8.- Postmodernismo



9.- Movimientos de vanguardia



10.- México y Latinoamérica en el Siglo XX





Notas:

a) Como su nombre lo indica, la presente es una guía temática; es decir, una lista de temas que serán planteados en el examen.
b) Tu trabajo consiste en desarrollarla con la información que tienes en tus notas de clase acumuladas durante todo el curso. Puede complementar la información con el libro de texto que se utilizó.
c) Para facilitar el desarrollo de la misma, en el apartado número 2, correspondiente a “Literatura de la conquista”, se te da un ejemplo del cómo debes desarrollar cada uno de los temas, sólo se incluyó la información muy elemental.
d) Además del desarrollo del temario, deberás releer las obras que leímos en el curso, ya que se pedirá que analices alguna de ellas. El esquema de análisis deberá incluir: 1.- Nombre de la obra; 2.- Nombre del autor; 3.- Movimiento al que pertenece; 4.- Características del mismo; 4.- Elementos formales de la redacción tales como prototipos textuales, figuras retóricas, personajes, escenarios, tiempos síntesis, comentarios personales, entre otros.
e) Nos estaremos viendo en la biblioteca o en la cafetería de la preparatoria, en donde podremos comentar la mencionada guía. Es necesario que el alumno que requiera de asesoría se presente con la guía resuelta, por lo menos de manera parcial y que tenga localizadas con mucha precisión las dudas que le signifique la misma. No se darán respuestas de la misma, sólo sugerencias para su desarrollo.

lunes, 18 de mayo de 2009

Chuy Molla


Chuy Mollá
Juan Manuel Bonilla Soto
Con el aguamanil en la derecha, ella escurría, sin prisa, agua en esa jofaina que, a juzgar por su aspecto, fue testigo privilegiado de escaramuzas como esa en tiempos que tal vez fueron mejores. Antes de iniciar su ceremonia patrocinada por Acuario, permanecieron largo tiempo en silencio, abrazados, pero cada uno metido en su meditación. En este momento no es tan importante hablar de la magnitud de placer que alcanzara cada uno, sino del remordimiento que parecía brotarles de lo que apenas diez minutos antes fue jadeo.La mano izquierda de ella, argentina en el dorso y ruborizada en la palma, como si hacer lo que iba a hacer la sonrojara, entraba y salía como delfín amaestrado de ese maltrecho golfo que seguramente en otros tiempo impactó a más de uno con la perfección del peltre blanco, adornado apenas con la franja azul que se deslizaba en su contorno como litoral de júbilo.A ese hotelucho en el que se refugiaron (un monasterio insólito y abatido para expiar las culpas en medio de flagelos y levitaciones) aún le sobrevivían, además de la base forjada en hierro, con aspecto más de macetero que pedestal para sostener el lavamanos, un pequeño mechero dispuesto con su esponja de algodón inundada en alcohol para tibiar el agua del aseo final; igualmente se negaban a desaparecer los rechinidos de esa cama de latón sin brillo, (invadida por un óxido que pretende ser pátina manufacturada en otra dimensión) rechinidos que seguramente sobreviven como eco de momentos victoriosos.Ella pide que le acerque el miembro, que lo acune en la sonrosada palma de su mano y cuando lo hizo, no sin antes enfrentarse y derrotar una serie de prejuicios que nunca creyó suyos, porque nunca antes lo condujo nadie de una manera tan extraña a finalizar el acto de la entrega, ella descubrió que la humedad pegajosa que él ponía entre sus manos no era la abdicación ni la derrota, sino el cetro orgulloso que aún después de la contienda pronunciaba su satisfacción con latidos como diástoles de un corazón con taquicardia.Mientras recibía en el cuerpo del pecado la absolución jordánica de aquellas aguas, él guardó silencio y en su memoria se instaló un litigio semántico respecto a la maternidad para llegar a la conclusión de que si su amigo lo supiera, lo despojaría de toda potestad filial porque eso que acababa de hacer, efectivamente, no tenía madre.***Algo había leído de Carlos Monsiváis. Sobre todo sus crónicas en los diarios y, esas lecturas, en algún momento, cuando mi debut en las páginas de periódicos locales, me indujeron a escribir algunos testimonios locos de los que prefiero no acordarme ni citar jamás en mi currículum. Pero ese medio día encontré a un Monsiváis distinto. Un gurú que con la sola invocación me abrió las puertas a lo que fueron los mejore lupanares de los cuarentas, que hasta la fecha yo respetaba en medio de una contradictoria asociación con el anhelo, porque todavía no tenía yo edad, aún no era mi tiempo, pero leer esa sentencia aforística fue el conjuro de mi indecisión "Todo a su tiempo pero el tiempo me nombró su único representante” y amparado en esa absolución declarativa de los yugos que me ataban, decidí adquirir el libro y sentarme a hojearlo en una banca del jardín más próximo porque, posponer la inauguración hasta mi casa, sería un atentado.***Daniel Polanco, pintor en ciernes, con los pinceles de marta que suponía lo liberarían de un anonimato que él denominaba exilio, lanzaba sus primeras líneas y apuntalaba con colores enfebrecidos la estética de alguien que previamente abrevó en la perspectiva monástica de una pinacoteca religiosa y virreinal.Daniel era ambicioso, pero tímido. Su timidez no era producto de la inseguridad, sino el resultado de un claustro familiar asumido inicialmente como vocación y posteriormente abjurado como sólo se abjura de una matriarca que le pone freno al entusiasmo.Él había resuelto romper el cerco de silencio que el caballete le significaba y esa tarde, con su nuevo set de pinceles Kolinsky Tajmir se presentó en la vieja casa de la cultura de ese puerto que, de acuerdo a sus slogan’s, sólo promovía arte desafiante.Antes de enfilar sus pasos a la sección de plástica, anduvo curioseando en los pasillos y se deleitó con las vocalizaciones iniciales que buscaban ser solfeo; igual quedó maravillado con la flexibilidad de esa practicante de ballet y de cómo soltaba las barras que garantizaban su equilibrio, como si fuera un barco temerario que deja atrás las ataduras de los muelles. En fin, curiosidad de artista.También llamó poderosamente su atención lo que le pareció un acto masivo de suicidio: un grupo de jóvenes formados, mirándose de frente, con los brazos extendidos y trenzados, mirándose a los ojos como si se tratara de un duelo colectivo de hipnosis y, en el fondo, una plataforma como de árbitro de tenis o de voley bol desde cuya cima, el que parecía ser oficiante supremo, de espaldas a sus compañeros, con las manos en la nuca, sin decir “fuera abajo” renunció a su verticalidad y se dejó caer, solemne y ceremonioso, hacia el entablado de ese puente en ruinas que formaban los brazos de sus compañeros. La precipitación no requirió de mucho tiempo, apenas el suficiente para sobreponerse al corte en la respiración que tuvo al momento en que sentía en su espalda una palmada y, como regresando del vértigo de la caída, escuchó desde una distancia imprecisa: sorprendente ¿verdad?La voz que lo increpaba continuó acorralándolo con preguntas que no esperaban respuesta ¿tú te atreverías a hacerlo?, ¿te asustó el acto?, ¿piensas que se trata de dementes?, ¿te interesas por el teatro?...***Al azar, sin un plan de lectura establecido o, más bien, creo yo, por un dictamen oficiante, mis ojos se fijaron en aquella imagen. ¿Cómo no quedar prendido de la silueta que recortaba, soberbia e impune, precisa y preciosa desde la voluta de humo que seguramente escaparía de sus labios en cualquier momento, la nostalgia de esa noche? ¿Cómo no rendirse previamente ante la magia que emanaba de esos pómulos nocturnos y al contundente luto con el que se dolía de alguna cicatriz que no era visible?Estaba sumergido en ese cuerpo que apoyaba su meditación y su espera en el brazo izquierdo contra ese poste que la acompañaba. Era tanta mi abstracción que no me percaté del momento en que esa mujer se sentó a mi lado. Tampoco sé si estuvo observando por algún tiempo o su pregunta y su solicitud surgieron de improviso. ¿Acabas de comparar tu libro? ¿Me lo prestarías para hojearlo? Te veo muy emocionado con él, tanto que ni siquiera has reparado en mi presencia.El timbre de esa voz modificó completamente la escenografía en la que mi mente deambulaba. La penumbra de esa calle y la luz que se filtraba por la ventana de persianas tipo cortinillas se transformó en la luz de ese medio día en el que el sol no había decidido otra cosa que brillar. La miré fijo a la cara, buscando la protuberancia sobre las mejillas pero en su lugar estaba un rostro que desde su redondez no dejaba de reír: ella sabía perfectamente que la amparaba la perfección de esa dentadura y que el rubor que iluminaba esa sonrisa no era un acto de mentira.Como autómata extendí ese ejemplar hasta dejarlo entre sus manos pero permanecí en silencio porque no supe qué decir. Una carcajada de ella, sonora pero discreta me hizo suponer la cara que puse y en seguida su voz me invitó a no preocuparme. Este libro lo conozco, dijo ella.***Lo conozco, lo conozco, las palabras retumbaban incesantemente en su memoria mientras ella acariciaba entre sus manos ese miembro, mientras lo mojaba una y otra vez con agua tibia que escurría del aguamanil a la jofaina. Lo giraba entre la palma de su mano como si realizara una inspección de rutina o como si valuara joyas en el Monte de Piedad. Esa intención de escudriñar lo desquiciaba, cada contracción de ella con el tacto era una variante al mandato bíblico de “levántate y anda”, pero el recuerdo de esas palabras le impedía resucitar completamente.Sin abandonar la provocación de su sonrisa, ella fijaba el escrutinio verde de sus ojos en los ojos suyos sin entender cabalmente lo que ocurría y él, bajo la hipnosis que no le daba tregua desde que platicaron en la banca del jardín, continuaba escuchando esas palabras “lo conozco, lo conozco”…***Mira, el teatro no sólo es locura. No me veas de esa manera. Mi nombre es Chuy Mollá; soy el que coordina este taller y es verdad, el teatro no solo es locura, pero que no se acerque al escenario quien se crea completamente cuerdo. El arte, al igual que la locura es libertad, es carencia de ataduras y el teatro es arte y tú, ¿cómo dijiste que te llamas? Es verdad, no te he dado tiempo para responder a mis preguntas. Gracias, Daniel, bienvenido al apocalipsis que se llama bambalinas. ¿Pretendes ser actor? ¿Acaso escribes guiones? Entonces déjame adivinar. Seguramente eres escenógrafo, por eso los pinceles, son de marta, ¿verdad? Las palabras de Mollá hicieron lo que no hubiera logrado alguno de los folletos con los que la Casa de la cultura invitaba a sus actividades y, olvidándose de su intención primaria, de acercarse a las actividades plásticas, decidió quedarse en las dramáticas porque, a fin de cuentas, haría lo mismo pero sin tener que soportar la esquizofrenia de otros aspirantes a pintores, ni de los pintores mismos.***Junto con su talento para crear escenografías y telones fue creciendo su amistad con Chuy Mollá. Además de director y dramaturgo resultó ser un conocedor del arte en cada una de sus expresiones. La sensibilidad que demostró para criticar los trazos de Daniel, más que una agresión o un regaño, fueron asumidas por éste como una alternativa para mejorar esos proyectos. Además de un maestro, Daniel encontró en Mollá un ferviente admirador y un encarnizado defensor de sus creaciones. Su mecenas y su protector.***¿Te parece interesante el rostro de esa actriz? Alguna vez yo vi esa película y me impresionó la forma en que ella caminaba entre las calles. Era yo muy joven y debo confesar que, como a ti, esa figura también me sacudió. Se me quedó grabada tan adentro, que en cuanto la vi en tu libro no pude resistir la tentación de hojearlo nuevamente, porque como ya te dije, ese libro lo conozco. Yo quise disimular la doble turbación que me invadía, por un lado, en efecto, el impacto de esa imagen me había dejado absorto, a tal extremo que una desconocida pudo darse cuenta y por el otro, la seducción que emanaba de esa presencia, de esa cercanía. La forma en que sus ojos me miraban. O tal vez la forma en que yo veía que me miraban, que quería que me miraran. Por eso del libro, al dejarlo entre sus manos, mis manos brincaron a las suyas, como queriendo comprobar que mi deseo encontraba eco y que esa chispa que yo veía en esos ojos y la invitación de esa sonrisa no eran figuraciones mías sino que estaba ante la puerta de entrada, entreabierta ya, de lo que podría ser una contienda más allá del celuloide y lejos del burdel porque ella, con esa piel, con esa sonrisa, con esos ojos, con esos labios y esa dentadura, de ninguna forma podía provenir del lupanar.Te siento inquieto, murmuró. ¿Prefieres que intercambiemos opiniones acerca de tu libro y de la chica de la foto en un lugar con menos concurrencia y sin estar expuestos a la curiosidad de los paseantes? ¿Quisieras que nos pusiéramos a salvo de esta plaga de insectos, en algún lugar en donde no te escondas para verme tal como quisieras? Conozco un lugar discreto, no muy lejos de este sitio y si de verdad quieres… podemos estar solos con nuestros pensamientos y resolver nuestros deseos. Cumpliendo plenamente nuestras ocurrencias ¿te parece buena idea?***Cuando el deseo sobrevive la penumbra y permanece, latente, para retrasar la despedida, es un deseo legítimo, sincero, pero sobre todo, es un deseo satisfecho que engrandece su nobleza en la satisfacción del otro. Por eso la mano de ella se esmeraba en el aseo, por eso el estertor de él entre sus manos. Pero en ocasiones las palabras nos conducen al abismo, son un pasadizo que nos lleva al miedo, a la renuncia. Él no podía comprenderlo plenamente. No al principio. No del todo cuando la escuchó decir, “este libro lo conozco”, no podía descubrir ningún presagio en la expresión “lo conozco” porque además de todo era cierto, ese libro es muy conocido.En todo caso, las palabras de ella le enseñaron que el miedo es un sinónimo de resistencia para recuperar la dicha o el placer que, ya sabemos, con alguna de sus trampas no nos dejará escapar. Cada vez que ella cerraba su mano en torno de su miembro, en él se incrementaba la conciencia de que ese era su fin. Pero no podía explicarlo. La potencia de su sangre exigía, golpeando con violencia sus vasos capilares, regresar al cuerpo de ella, recuperar esa temperatura que lo desquició hace un momento, pero el poder de las palabras fue mayor y él sintió morir cuando ella, queriendo atemperar ese retorno, tal vez queriendo prolongar ese momento recurrió a la palabra, buscó argumentos para justificar el estribillo que repetía desde el jardín, “lo conozco, lo conozco” y remató con las pregunta que dejarían todo en claro. ¿Eres artista? ¿Escritor acaso? ¿Tal vez actor? Ya se, dijo por fin. Eres pintor, dibujante. Algo de tu temperamento me lo dijo y ¿sabes? también tengo conocimiento de ese ambiente, me agrada y aunque poco lo frecuento, siempre estoy al tanto de las novedades porque ¿sabes? tengo un hijo vinculado al arte. Es dramaturgo. Se llama Chuy Mollá, ¿lo conoces? ¿Has oído hablar de él? Y Daniel, en ese momento descubrió que su sensación no se llamaba miedo. Se llamaba remordimiento, tal vez remordimiento por no poder consumar el retorno a ese desafío, aunque su cuerpo y ella así lo reclamaran.

Después del amor


DESPUÉS DEL AMOR
Hernán Lara Zavala

Luego de muchos años de no verse se encontraron un día por casualidad. Los dos habían ido solos a la exposición de una amiga común. Se miraron sin saludarse. Él iba vestido con esa mezcla rara de informalidad y refinamiento que la mayor parte de la gente considera como evidencia de una vida excéntrica; ella llevaba un vestido escotado de terciopelo negro, evidencia de una clase social privilegiada. Cada quien recorrió la galería por su parte observando los lienzos. A la hora del brindis, él se acercó a ella y le propuso:
-Vámonos. Te invito una copa.
Se pusieron de acuerdo. Salieron juntos. Ya estaban sentados en el bar de un hotel de la ciudad, ambos bebiendo whisky, cuando él preguntó sin mayor preámbulo:
-¿Y qué fue de nuestro amor? ¿Qué quedó de toda esa pasión? ¿En qué se transformaron? ¿Se desvanecieron en el tiempo, en el recuerdo, en la memoria? ¿Los actos del corazón se pierden en cuanto cesan los actos físicos? ¿Será verdad que en nuestra época ya no hay pecados sino meras transgresiones? ¿Que el perdón no existe y que ya no nos queda más remedio que rechazar la culpa y el remordimiento para sumirnos en el vacío? El amor moderno, ¿será tan complejo que ya no admite una sola línea de acción, una incógnita, un misterio? ¿Puede seguir siendo, como se consideró alguna vez, de una sola pieza, refractario, indivisible y siempre fiel? ¿Cuántos vértices tiene el amor? Esos mismos vértices muchas veces nos lastiman y lastiman a los que amamos y, sin embargo, los agradecemos porque son los que nos hacen sentir y nos hacen vivir. ¿Pero es posible hablar de amor? ¿Se puede ser tan cínico o tan ingenuo como para decir te amo con total impunidad? ¿Hay alguien que logre vivir una gran pasión que no parezca un remedo insulso de una vieja película en la que ya nos sabemos de memoria todos los parlamentos?
La enormidad de la ciudad de México les permitía llevar dos y hasta tres vidas paralelas e independientes sin que una se cruzara jamás con la otra. Se hicieron amantes: se veían cada vez que podían, tres o cuatro veces a la semana, en ocasiones en la calle, solamente a conversar, a besarse, a decirse cuánto se amaban, para después retirarse cada quien a cumplir con sus obligaciones, con sus trabajos, con sus familias; fueron pareja durante años aunque nunca se planteó la posibilidad de vivir juntos. Ella tenía familia. Él era libre aunque tenía novia. Se veían clandestinamente. La mujer le contestó:
-No lo sé. Pero me niego a aceptar que lo que vivimos e imaginamos juntos se convirtió en memoria de lo que fue, en meros recuerdos, en lo que ya pasó y no podrá volver a existir jamás. Habían descubierto un raro placer en reunirse en esos recintos cerrados, sórdidos la mayor parte de las veces, que los aislaban por completo del bullicio de la ciudad y de su diario acontecer para dejarlos totalmente expuestos, uno junto al otro, a la más absoluta intimidad. Rara vez se veían los fines de semana. Nunca durante las vacaciones.
-Los recuerdos de nuestras emociones se van quedando por ahí, comentó él: algunos de manera natural y espontánea, otros, muy pocos, buscamos rescatarlos y preservarlos; la mayoría se abandonan o se acaban, se marchitan, se rompen, se tiran a la basura, y muchos de ellos están ahora totalmente ausentes, perdidos para siempre de nuestras vidas, olvidados. Y si acaso viven, se encuentran reposando en la oscuridad de nuestros limbos y ni siquiera se alteran cuando tiramos al piso un poco de sal.
Se separaron poco a poco. "Que no sea durante la época de lluvia", le había pedido ella. "No lo podría soportar". "Tampoco en navidad", había pensado él. Y así la relación se fue prolongando.
-Tal vez tengas razón, contestó ella. Pero a pesar de que hace años que no hacemos el amor, que no nos tocamos, que no nos vemos, yo sé perfectamente cómo me miras, cómo te ríes, cómo te levantas el cabello de la frente; veo la forma de tus dedos, siento la temperatura de tu piel, sé cómo te suenas la nariz, cuál es el olor de tu cuerpo, el sabor de tu semen. Y eso no lo recuerdo, lo vivo.
Un buen día no se vieron más. No se hablaron. No se buscaron aunque ambos sabían exactamente dónde estaba el otro durante cada una de las horas del día.
-Ustedes, las mujeres, anhelan dejar una huella, un sentimiento imborrable, indestructible.
-¿Y ustedes no?
-También, pero de una manera más egoísta, más carnal, más hacia nosotros mismos.
Sus respectivas parejas se llegaron a enterar de lo que sucedía entre ellos. A ella la descubrieron primero. Una inocente llamada telefónica. No lo llamó porque su marido se quedó en casa. A él se le hizo fácil y le habló para descubrir qué sucedía. Ella y su marido descolgaron el teléfono simultáneamente. Los descubrieron: hubo pleitos, disputas, amenazas, pero el divorcio no se planteó.
-Cuando te conocí estabas desencantada, dijo él.
-Sin saberlo estaba sumida en la más terrible de las desilusiones. ¿Por qué, si en realidad no era infeliz?
-Quizá porque buscabas un reto sin saberlo.
-¿Y por qué le habré comentado a la persona menos adecuada que nos habíamos conocido? ¿Que me había enamorado de ti? ¿Y que tal vez tú de mí?
-Porque querías que ella se burlara de ti y luego de mí, que te hiciera ver lo absurdo de tus apreciaciones, lo descabellado de tus fantasías, lo estúpido de tu anhelo.
-Al poco tiempo yo ya no pensaba. Empecé a vivir de una manera que no me correspondía. Sin darme cuenta me había lanzado al vértigo que hace nebuloso y flotante todo lo que te rodea, que arrastra y arrebata tus sentidos y tu voluntad. Tuve la sensación de que me podía desprender de la seguridad, de lo cotidiano, de lo perdurable, de lo carnal, de lo humano. Mi pequeño e insignificante mundo creció, cobró significado mientras me alejaba de él. Yo ya no era despreciable porque tú estabas a mi lado y tú no eras despreciable porque yo estaba junto a ti. Tu presencia se convirtió en mi obsesión. Ahí estabas: cerca, junto, dentro de mí.
Luego lo descubrieron a él: un día su novia vio el coche de él estacionado frente al edificio donde vivía. Se bajó, tocó el timbre y como nadie contestara decidió esperarlo. Al poco rato bajaron juntos, felices, bromeando. Tampoco terminó con su novia. Discutieron y se arreglaron pero a partir de entonces él empezó a vagar sentimentalmente.
-Me sentía privilegiado: la pasión me había hecho traicionar mis convicciones.
-Cuando yo rememoraba las tonalidades de tu voz sentía que me inquietaban, me invadían, me penetraban y me alteraban sin saber cómo pero los quería a toda costa, quería que formaran parte de mi cuerpo, de mi voluntad, de mis entrañas. Me sucedía algo similar con tus caricias que cuando intentaban hurgar en mi lujuria de pronto encontraban una respuesta desconocida para mí misma, para mi cuerpo, para mi manera de ser. Algo que me llevaba a poner mis manos sobre ti y a sentir tus mal intencionados besos sobre mi boca como una comezón de la que no me podía librar y de la que cada vez quería más y más. Habíamos erotizado todo: nuestros cuerpos, nuestras ropas, nuestros coches porque casi siempre nos veíamos en el auto y si teníamos tiempo de ahí nos íbamos a algún cuartucho de hotel, si podíamos a tu departamento pero la verdad es que yo tenía miedo porque él ya había indagado dónde vivías. Y si no, nos refugiábamos en un estacionamiento o en una calle solitaria. Esa intensidad llegó a ti un poco después, me parece. Hubo una cierta dilación hasta que logramos embonar totalmente el uno en el otro.
-Tenía miedo
-¿De qué?
-De perder mi libertad.
-¿Porqué? Yo, en cambio, me sentía desperdiciada con una libertad sin objeto. Y de repente me di cuenta de que estaba colmada hasta lo más íntimo. Me sentía saciada aunque me había creído insaciable. Como si hubieras despertado en mí una sensualidad adormecida durante años. Mis sentidos se agudizaron para recibirte, para descubrirte, para entender, en tus menores gestos, lo que pensabas, lo que sentías. Nunca hice el más mínimo esfuerzo para comprenderte. Te aprehendí intuitivamente. Eras el espejo en el que me reflejaba.
-Es cierto. A veces, cuando hablábamos por teléfono, me sorprendías y me asustabas porque sin verme te dabas cuenta mejor que yo de mi estado de ánimo: cuándo estaba distraído o disperso, cuándo me enojaba aunque tratara de disimularlo, cuánto te deseaba, aunque te estuviera diciendo precisamente lo contrario, cómo me dolían los testículos de sólo pensar en ti. Nuestra relación se hizo parasitaria, se convirtió en un vicio. Pero debo decirte algo: nunca sentí una persona más afín a mí.
-Y tal vez por eso cuando yo empecé a sentir temor, remordimiento y culpa tú reaccionaste con nuevos bríos.
-La única manera de exorcizar la culpa es llevarla hasta su límite; así se convierte en un placer perverso; en un placer autodestructivo. Así que nos dejamos precipitar a lo que ya no tenía remedio.
-De pronto te percibí como un ser malévolo bajo cuya influencia me veía arrastrada a una tragedia inevitable en donde no nos aguardaba más que la condenación.
-Cada uno de nosotros lleva a cuestas su propio infierno. Es el infierno del otro lo que nos atrae principalmente. A mí el tuyo, a ti el mío. Son ellos los que avivan la pasión. Y cuando la pasión se acaba son ellos los que nos atormentan y nos desilusionan. Uno llega a odiar lo que antes adoró. Pero el momento de la adoración no tiene precio.
-El horror a la tragedia invadió mi vida. Me sumí en la desesperanza. En ese espacio que se da entre la condena y la salvación, entre lo que hubiera podido ser y lo que ya nunca jamás será.
-¿Y que quedó a fin de cuentas? Luego que nos dejamos, ¿al menos lograste ser fiel?
-No.
-¿En qué consiste la infidelidad? ¿Anhelo de venganza? ¿Insatisfacción con uno mismo? ¿Falta de inventiva? ¿Incapacidad para iniciar nuevas vidas a partir de lo que uno tiene?
-Es una forma de subversión.
-¿Cuántas veces fuiste infiel?
-No lo sé...
-¿Una, dos, cinco...?
-Muchas . . .
-¿Y no pensabas en mí?
-Sí . . .
-¿Y entonces qué pasó con el amor?
-Intacto... ¿Pero tú? ¿Me fuiste fiel?
-Tampoco.
-No me amabas. No nos amábamos.
-Te amé.
-Pero no como yo a ti.
-Exactamente igual. No lo sé pero quizá el amor sea curable...
-Tal vez pero yo, por mi parte, argumentó ella, contemplo ahora ese pasado compartido como parte de nuestro presente: impostergable, irreducible, indeleble. Como algo que no fue sino que permanece, que seguirá siendo y que le dará coherencia a nuestro existir y al de aquellos otros que logren vivir algo similar. Si todo eso no hubiera sucedido, nuestra vida habría sido tal vez más sosegada pero sin duda mucho más triste.
Él pagó la cuenta. Se pusieron de pie. Caminaron juntos hasta la salida del hotel. Se miraron a los ojos y sin decirse nada cada quien salió por su parte para no volverse a ver.

Don Chico que vuela

DON CHICO QUE VUELA
Un cuento de Eraclio Zepeda

Te paras al borde del abismo y ves al pueblo vecino, enfrente, en el cerro que se empina ente tus ojos, subiendo entre nubes bajas y neblinas altas: adivinas los ires y venires de su gente, sus oficios, sus destinos. Sabes que en la línea recta está muy cerca. Si caminaras al aire, en un puente de hamaca, suspendido entre los cerros, podrías llegar como el pensamiento, en un instante.Y sin embargo el camino real, el camino verdadero, te desploma hasta los pies del cerro, bajando por vericuetos difíciles, entre barrancas y cascadas, entre piedras y caídas, hasta llegar al fondo de la quebrada donde corre espumeando el gran caudal del río que debes cruzar a fuerza, para iniciar el asenso metro tras metro. Muchas horas después llegas cansado, lleno de sudor y lodo y volteas la cabeza para ver tu propio pueblo a distancia, como antes viste la plaza en la que estás ahora.Ahí es donde le das la razón a don Pacífico Muñoz, don Chico, quien no soporta estas distancias que tú has caminado y dice que ir a pie es inútil y a caballo tontería, que para estas tierras volar es indispensable.Hace años que le escuchaste los primeros proyectos de vuelo y contravuelo. Fue cuando sentado, como tú ahora, al borde del abismo viendo al otro pueblo, dijo dándose un manotazo en las rodillas.- Si no es tanto lo encogido de estas tierras sino lo arrugado. Montañas y montañas acrecentando las distancias. Si a este estado lo plancharan le ganábamos a Chihuahua . . . ¡Y ya vuelto llano a caminar más rápido! Pero así como estamos, sólo vueltos pájaros para volar quisiéramos.Y así fue como la locura del vuelo se le fue colocando entre oreja y oreja a don Chico, como un sombrero de ensueño.Volar fue la única pasión que le impulsaba en el día, a otro día, a otro mes, para seguir viviendo un año y otro año más. Si no fuera por el ansia del vuelo habría muerto de tristeza desde hace mucho tiempo, como tú me comentaste el otro día.Don Chico subía, tú lo viste muchas veces, al cerro más alto para contemplar las distantes montañas azules y perdidas entre el vaho que viene de la selva. Allí sentado en la piedra donde escribió su nombre, tú escuchaste muchas veces a don Chico:- La tierra desde el aire está al alcance de la mano. Los caminos son más fáciles al vuelo. Qué cerca están los mercados y las plazas a ojo de pájaro. Los valles y los ríos y las cañadas y cañones, los campos sembrados, los ganados en potreros lejanos, las ciudades nuevas y las viejas construcciones perdidas en la selva y al fondo el mar.Don Chico inventaba una prodigiosa geografía expuesta a los ojos en vuelo, ávidos ojos tratando de reconocer ranchos y rancherías, vados y ríos, caminos, pueblos, lagos y montañas vistas desde arriba, desde el sueño, desde el aire de un sueño.Don Chico regresa al pueblo, con la boca seca, abrasada por la fiebre de la aventura que le espesa la lengua, le ves llegar a la plaza y tomar de la fuente agua con las manos, enjuagarse, refrescarse la cara y declarar muy serio:- Señoras y señores, voy a volar . . .Recordarás como todos subimos y bajamos la cabeza para decirle que sí, que como no, que claro don Chico que vuela, y por dentro sentiste la risa alborotando el pecho y la barriga y tú aguantándote.Don Chico entró a su casa, cogió una gallina, la pesó minuciosamente, anotó la lectura de la báscula, midió la distancia que va de punta a punta de las alas, anotó eso también, acarició a la gallina y la regresó al corral.Inventó un complicado cálculo para conocer la secreta relación existente entre el peso del animal y el tamaño de las alas que permite vencer la gravedad y levantar el vuelo.Don Chico dudó un instante si era adecuado tomar una gallina para tal experimento. Una paloma de vuelo largo habría sido mejor. Pero en su corral no había palomas.Habiendo encontrado al fórmula que explica la relación entre el peso de la gallina y el tamaño de sus alas, se pesó él mismo, anotó la lectura y, aplicando la fórmula descubierta, calculó el tamaño de las alas que habría de construirse para poder volar. Apuntó la cifra en su libreta, se frotó las manos y se fue al parque.El problema era ahora el diseño de las alas. Pensó que el mejor material era el carrizo, ligero y fuerte. Se detuvo un momento para dibujar con un palito sobre la tierra el esquema de su estructura. Satisfecho lo borró con el pie izquierdo y grabado en la memoria lo llevó a su casa.Para recubrir la estructura nada mejor que el tejido del petate, la dúctil alfombra de palma.Una vez que hubo construido las alas, descubrió molesto que eran pesadas para sus fuerzas. Recordó la relación entre las alas y el peso de la gallina y no se atrevió a modificarla.Se suscribió a una revista sueca donde aparecían lecciones de gimnasia y dedicó algunos años a esta dura disciplina. Satisfecho sintió cómo aumentaban sus bíceps, crecían sus tríceps, se endurecían sus músculos abdominales, se marcaban nítidamente los dorsales y una potencia sentía nacer don Chico desde el centro de su cuerpo.En el año sexto de su experimento movía con destreza las alas. Con sus brazos aleteaba movimientos llenos de gracia, en un simulacro de vuelo, no de gallina torpe sino de agilísima paloma.En el pueblo había un orgullo compartido. Don Chico prometió volar antes de las fiestas patrias y se le invitaba a los patios a simular el arte complejo del vuelo. Acudía siempre hasta que descubrió que tales convivios no eran nacidos de la admiración a su técnica sino tan sólo el interés de producir ventarrones en el patio que barrieran de hojas y basura todo el poso.Unos días antes de las fiestas patrias alguien levantó la cabeza. No se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús el primero que lo vio. Lo que sí se sabe que al instante todo el pueblo levantó la cabeza y vimos a don Chico Arriba del campanario con las alas puestas, iniciando cauteloso el aleteo que habría de conducirlo a la gloria. Detenía a veces el movimiento. Se mojaba con saliva el dedo y comprobaba la dirección del viento, abría de par en par las alas y descansaba la cabeza sobre el hombro, semejante a nuestro viejo escudo nacional. De pronto reinició el aleteo, arresortó la pierna derecha contra el muro del campanario para tomar impulso, apuntó el pie izquierdo hacia El porvenir, que tal era el nombre de la cantina que está enfrente de la iglesia y se dispuso a iniciar la epopeya. Alguien le preguntó tocándole la punta del ala izquierda:- ¿Va usted a volar, don Chico?- Seguro, respondió.- ¿Y . . . llegará lejos, don Chico?- Lejísimo.- ¿Y de altura, don Chico?- Altísimo.- ¿Al cielo llegará, don Chico?- Al cielo mismo.La cara de aquel que preguntaba se iluminó:- Por vida suya, don Chico, llévele al cielo éste queso a mi mamá que se murió con el antojo.Don Chico aceptó con ligereza el queso, buscando deshacerse del impertinente sin considerar el error que habría cometido. No se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús, el primero que hizo el encargo al otro mundo. Lo que sí se sabe es que al instante todo el pueblo subió al campanario y don Chico siguió aceptando quesos y chorizos, dulces y aguardiente, tostadas y jamones para llevar al cielo.Cuando don Chico resorteó la pierna derecha, siguiendo la dirección al porvenir, abrió el espectáculo grandioso de sus alas. El pueblo escuchó el estruendo de carrizos rompiéndose y petates rasgándose en el aire y quesos rodando por la calle.Cuando el silencio volvió, alguien dijo: - Lo mató el sobrepeso. Si no fuera por los encarguitos, don Chico vuela.

domingo, 17 de mayo de 2009

La mujer que no


La mujer que no
Jorge Ibargüengoitia

Debo ser disctreto. No quiero comprometerla. La llamaré... En el cajón de mi escritorio tengo todavía una foto suya. Junto con las de otras gentes y un pa­ñuelo sucio de maquillaje que le quité no sé a quién. O mejor dicho sí sé, pero no quiero decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional. La foto de que hablo es extraordinariamente buena para ser de pasaporte. Ella está mirando al frente con sus gran­des ojos almendrados, el pelo restirado hacia atrás, dejando a descubierto dos orejas enormes, tan cerca­nas al cráneo en su parte superior, que me hacen pensar que cuando era niña debió traerlas sujetas con tela adhesiva para que no se le hicieran de papalote; los pómulos salientes, la nariz pequeña con las fosas muy abiertas, y abajo... su boca maravillosa, grande y carnuda. En un tiempo la contemplación de esta foto me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios del caso. La llamaré Aurora. No, Aurora no. Estela, tampoco. La llamaré ella.


Esto sucedió hace tiempo. Era yo más joven y más bello. Iba por las calles de Madero en los días cer­canos a la Navidad, con mis pantalones de dril recién lavados y trescientos pesos en la bolsa. Era un medio­día brillante y esplendoroso. Ella salió de entre la multitud y me puso una mano en el antebrazo. “Jorge”, me dijo. Ah, che la vita é bella! Nos conocemos desde que nos orinábamos en la cama (cada uno por su lado, claro está), pero si nos habíamos visto una doce­na de veces era mucho. Le puse una mano en la gar­ganta y la besé. Entonces descubrí que a tres metros de distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia la mamá, le puse una mano en la garganta y la besé también. Después de eso, nos fuimos los tres muy contentos a tomar café en Sanborns. En la mesa, puse mi mano sobre la suya y la apreté hasta que noté que se le torcían las piernas; su mamá me recordó que su hija era decente, casada y. con hijos, que yo había te­nido mi oportunidad trece años antes y que no la había aprovechado. Esta aclaración moderó mis impul­sos primarios y no intenté nada más por el momento. Salimos de Sanborns y fuimos caminando por la alameda, entre las estatuas pornográficas, hasta su coche, que estaba estacionado muy lejos. Fue ella, entonces, quien me tomó de la mano y con el dedo de enmedio, me rascó la palma, hasta que tuve que meter mi otra mano en la bolsa, en un intento desesperado de aplacar mis pasiones. Por fin llegamos al coche, y mientras ella se subía, comprendí que trece años antes no sólo había perdido sus piernas, su boca maravillosa y sus nalgas tan saludables y bien desarrolladas, sino tres o cuatro millones de muy buenos pesos. Fuimos a dejar a su mamá que iba a comer no importa dónde. Seguimos en el coche, ella y yo solos y yo le dije lo que pensaba de ella y ella me dijo lo que pensaba de mí. Me acerqué un poco a ella y ella me advirtió que estaba sudorosa, porque tenía un oficio que la hacía sudar. “No importante, no importa.” Le dije olfateándola. Y no importaba. Entonces, le jalé el cabello, le mordí el pescuezo y le apreté la panza... hasta que chocamos en la esquina de Tamaulipas y Sonora.

Después del accidente, fuimos al SEP de Tamauli­pas a tomar ginebra con quina y nos dijimos primores.

La separación fue dura, pero necesaria, porque ella tenía que comer con su suegra. “¿Te veré?” “Nunca más.” “Adiós, entonces.” “Adiós.” Ella desapareció en Insurgentes, en su poderoso automóvil y yo me fui a la cantina el Pilón, en donde estuve tomando mezcal de San Luis Potosí y cerveza, y discutiendo sobre la divinidad de Cristo con unos amigos, hasta las siete y media, hora en que vomité. Después me fui a Bellas Artes en un taxi de a peso.

Entré en el foyer tambaleante y con la mirada torva. Lo primero que distinguí, dentro de aquel mar de personas insignificantes, como Venus saliendo de la concha... fue a ella. Se me acercó sonriendo apenas, y me dijo: “Búscame mañana, a tal hora, en tal par­te”; y desapareció.

¡Oh, dulce concupiscencia de la carne! Refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, alivio de los enfermos mentales, diversión de los pobres, esparci­miento de los intelectuales, lujo de los ancianos. ¡Gra­cias, Señor, por habernos concedido el uso de estos artefactos, que hacen más que palatable la estancia en este Valle de Lágrimas en que nos has colocado!


Al día siguiente acudí a la cita con puntualidad. Entré en el recinto y la encontré ejerciendo el oficio que la hacía sudar copiosamente. Me miró satisfecha, orgullosa de su pericia y un poco desafiante, y también como diciendo: “Esto es para ti.” Estuve absorto durante media hora, admirando cada una de las partes de su cuerpo y comprendiendo por primera vez la esencia del arte a que se dedicaba. Cuando hubo terminado, se preparó para salir, mirándome en silen­cio; luego me tomó del brazo de una manera muy elocuente, bajamos una escalera y cuando estuvimos en la calle, nos encontramos frente a frente con su chingada madre.

Fuimos de compras con la vieja y luego a tomar café a Sanborns otra vez. Durante dos horas estuve conteniendo algo que nunca sabré si fue un sollozo o un alarido. Lo peor fue que cuando nos quedamos solos ella y yo, empezó con la cantaleta estúpida de: “¡Gracias, Dios mío, por haberme librado del asqueroso pecado de adulterio que estaba a punto de cometer!” Ensayé mis recursos más desesperados, que consisten en una serie de manotazos, empujones e intentos de homicidio por asfixia, que con algunas mujeres tienen mucho éxito, pero todo fue inútil; me bajó del coche a la altura de Félix Cuevas.

Supongo que se habrá conmovido cuando me vio parado en la banqueta, porque abrió su bolsa y me dio el retrato famoso y me dijo que si algún día se decidía (a cometer el pecado), me pondría un telegrama.


Y esto es que un mes después recibí, no un tele­grama, sino un correograma que decía: “Querido Jorge: búscame en el Konditori, el día tantos a tal hora (p. m.) Firmado: Guess who? (advierto al lector no avezado en el idioma inglés que esas palabras sig­nifican “adivina quién”). Fui corriendo al escritorio, saqué la foto y la contemplé pensando en que se acer­caba al fin la hora de ver saciados mis más bajos instintos.

Pedí prestado un departamento y también dinero; me vestí con cierto descuido pero con ropa que me quedaba bien, caminé por la calle de Génova durante el atardecer y llegué al Konditori con un cuarto de hora de anticipación. Busqué una mesa discreta, por­que no tenía caso que la vieran conmigo un centenar de personas, y cuando encontré una me senté mirando hacia la calle; pedí un café, encendí un cigarro y es­peré. Inmediatamente empezaron a llegar gentes co­nocidas, a quienes saludaba con tanta frialdad que no se atrevían a acercárseme.

Pasaba el tiempo.

Caminando por la calle de Génova pasó la joven N., quien en otra época fuera el Amor de mi Vida, y desapareció. Yo le di gracias a Dios.

Me puse a pensar en cómo vendría vestida y luego se me ocurrió que en dos horas más iba a tenerla entre mis brazos, desvestida...

La joven N. volvió a pasar, caminando por la calle de Génova, y desapareció. Esta vez tuve que ponerme una mano sobre la cara, porque la joven N. venía mirando hacia el Konditori.

Era la hora en punto. Yo estaba bastante nervioso, pero dispuesto a esperar ocho días si era necesario, con tal de tenerla a ella, tan tersa, toda para mí.

Y entonces, que se abre la puerta del Konditori, entra la joven N., que fuera el Amor de mi Vida, cruza el restorán y se sienta enfrente de mí, sonriendo y preguntándome: “Did you guess right?”

Solté la carcajada. Estuve riéndome hasta que la joven N. se puso incómoda; luego, me repuse, plati­camos un rato apaciblemente y por fin, la acompañé a donde la esperaban unas amigas para ir al cine.


Ella, con su marido y sus hijos, se habían ido a vivir a otra parte de la República.

Una vez, por su negocio, tuve que ir precisamente a esa ciudad; cuando acabé lo que tenía que hacer el primer día, busqué en el directorio el número del teléfono de ella y la llamé. Le dio mucho gusto oír mi voz y me invitó a cenar.

La puerta tenía aldabón y se abría por medio de un cordel. Cuando entré en el vestíbulo, la vi a ella, al final de una escalera, vestida con unos pantalones verdes muy entallados, en donde guardaba lo mejor de su personalidad. Mientras yo subía la escalera, nos mirábamos y ella me sonreía sin decir nada. Cuando llegué a su lado, abrió los brazos, me los puso alrededor del cuello y me besó. Luego, me tomó de la mano y mientras yo la miraba estúpidamente, me condujo a través de un patio, hasta la sala de la casa y allí, en un couch, nos dimos entre doscientos y trescientos besos... Hasta que llegaron sus hijos del parque. Des­pués, fuimos a darles de comer a los conejos.

Uno de los niños, que tenía complejo de Edipo, me escupía cada vez que me acercaba a ella, gritando todo el tiempo: “¡Es mía!” Y luego, con una impu­dicia verdaderamente irritante, le abrió la camisa y metió ambas manos para jugar con los pechos de su mamá, que me miraba muy divertida. Al cabo de un rato de martirio, los niños se acostaron y ella y yo nos fuimos a la cocina, para preparar la cena. Cuando ella abrió el refrigerador, empecé mi segunda ofen­siva, muy prometedora, por cierto, cuando llegó el marido. Me dio un ron Batey y me llevó a la sala en donde estuvimos platicando no sé qué tonterías. Por fin estuvo la cena. Nos sentamos los tres a la mesa, cenamos y cuando tomábamos el café, sonó el telé­fono. El marido fue a contestar y mientras tanto, ella empezó a recoger los platos, y mientras tanto, tam­bién, yo le tomé a ella la mano y se la besé en la palma, logrando, con este acto tan sencillo, un efecto mucho mayor del que había previsto: ella salió del comedor tambaleándose, con un altero de platos su­cios. Entonces regresó el marido poniéndose el saco y me explicó que el telefonazo era de la terminal de camiones, para decirle que acababan de recibir un revólver Smith & Wesson calibre 38 que le mandaba su hermano de México, con no recuerdo qué objeto; el caso es que tenía que ir a recoger el revólver en ese momento; yo estaba en mi casa: allí estaba el ron Batey, allí, el tocadiscos, allí, su mujer. Él regresaría en un cuarto de hora. Exeunt severaly: él vase a la calle; yo, voyme a la cocina y mientras él encendía el motor de su automóvil, yo perseguía a su mujer. Cuando la arrinconé, me dijo: “Espérate” y me llevó a la sala. Sirvió dos vasos de ron, les puso un trozo de hielo a cada uno, fue al tocadiscos, lo encendió, tomó el disco llamado Le Sacre du Sauvage, lo puso y mientras empezaba la música brindarnos: habían pasado cuatro minutos. Luego, empezó a bailar, ella sola. “Es para ti”, me dijo. Yo la miraba mientras calculaba en qué parte del trayecto estaría el marido, llevando su mortífera Smith & Wesson calibre 38. Y ella bailó y bailó. Bailó las obras completas de Chet Baker, porque pasaron tres cuartos de hora sin que el marido regresara, ni ella se cansara, ni yo me atreviera a hacer nada. A los tres cuartos de hora decidí que el marido, con o sin Smith & Wesson, no me asustaba nada. Me levanté de mi asiento, me acerqué a ella que seguía bailando como poseída y, con una fuerza completamente desacostumbrada en mí, la levanté en vilo y la arrojé sobre el couch. Eso le en­cantó. Me lancé sobre ella como un tigre y mientras nos besarnos apasionadamente, busqué el cierre de sus pantalones verdes y cuando lo encontré, tiré de él... y ¡mierda!, ¡que no se abre! Y no se abrió nunca. Estuvimos forcejando, primero yo, después ella y por fin los dos, y antes regresó el marido que nosotros pudiéramos abrir el cierre. Estábamos ja­deantes y sudorosos, pero vestidos y no tuvimos que dar ninguna explicación.


Hubiera podido, quizá, regresar al día siguiente a terminar lo empezado, o al siguiente del siguiente o cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde entonces. Pero, por una razón u otra nunca lo hice. No he vuelto a verla. Ahora, sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de la his­toria), son más numerosas que las arenas del mar.


martes, 24 de marzo de 2009

Obra Maestra

OBRA MAESTRA
Ramón López Velarde

El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio.
El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza.
Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas.
Con un hijo, yo perdería la paz para siempre. No es que yo quiera dirimir esta cuestión con orgullos o necias pretensiones. ¿Quién enmendará la plana de la fecundidad? Al tomar el lápiz me ha hecho temblar el riesgo del sacrilegio, por más que mis conclusiones se deriven, precisamente de lo que en mi puede haber de clemencia, de justicia, de vocación al ideal y hasta de cobardía.
Espero que mi humildad no sea ficticia, como no lo es mi miedo de dar a la vida un solo calificativo: el de formidable.
en acatamiento a la bondad que lucha con el mal, quisiera ponerme de rodillas para seguir trazando estos renglones temerarios. Dentro de mi temperamento, echar a rodar nuevos corazones sólo se concibe por una fe continua y sin sombras o por un amor extremo.
Somos reyes, porque con las tijeras previas de la noble sinceridad podemos salvar de la pesadilla terrestre a los millones de hombres que cuelgan de un beso. La ley de la vida diaria parece ley de mendicidad y de asfixia; pero el albedrío de negar la vida es casi divino.
Quizá mientras me recreo con tamaña potestad, reflexiona en mí la mujer destinada a darme el hijo que valga más que yo. A las señoritas les es Concedido de lo Alto repetir, sin irreverencia, las palabras de la Señora Única: “He aquí la esclava”… Y mi voluntad, en definitiva, capitula a un golpe de pestaña.
Pero mi hijo negativo lleva tiempo de existir. Existe entre la gloria trascendental de que ni sus hombres ni su fuente se agobien con las pesas del horror, de la santidad, de la belleza y del asco. Aunque es inferior a los invertebrados, en cuanto que carece de la dignidad del sufrimiento, vive dentro del mío como el ángel absoluto, prójimo de la especie humana. Hecho de rectitud, de angustia, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra.

domingo, 8 de febrero de 2009


Nocturno a Rosario
Manuel Acuña
I
¡Pues bien! yo necesito

decirte que te adoro

decirte que te quiero

con todo el corazón;

que es mucho lo que sufro,

que es mucho lo que lloro,

que ya no puedo tanto

al grito que te imploro,

te imploro y te hablo en nombre

de mi última ilusión.
II

Yo quiero que tu sepas

que ya hace muchos días

estoy enfermo y pálido

de tanto no dormir;

que ya se han muerto todas

las esperanzas mías,

que están mis noches negras,

tan negras y sombrías,

que ya no sé ni dónde

se alzaba el porvenir.

III

De noche, cuando pongo

mis sienes en la almohada

y hacia otro mundo quiero

mi espíritu volver,

camino mucho, mucho,

y al fin de la jornada

las formas de mi madre

se pierden en la nada

y tú de nuevo vuelves

en mi alma a aparecer.

IV

Comprendo que tus besos

jamás han de ser míos,

comprendo que en tus ojos

no me he de ver jamás,

y te amo y en mis locos

y ardientes desvaríos

bendigo tus desdenes,

adoro tus desvíos,

y en vez de amarte menos

te quiero mucho más.

V

A veces pienso en darte

mi eterna despedida,

borrarte en mis recuerdos

y hundirte en mi pasión

mas si es en vano todo

y el alma no te olvida,

¿Qué quieres tú que yo haga,

pedazo de mi vida?

¿Qué quieres tu que yo haga

con este corazón?

VI

Y luego que ya estaba

concluído tu santuario,

tu lámpara encendida,

tu velo en el altar;

el sol de la mañana

detrás del campanario,

chispeando las antorchas,

humeando el incensario,

y abierta alla a lo lejos

la puerta del hogar...

VII

¡Qué hermoso hubiera sido

vivir bajo aquel techo,

los dos unidos siempre

y amándonos los dos;

tú siempre enamorada,

yo siempre satisfecho,

los dos una sola alma,

los dos un solo pecho,

y en medio de nosotros

mi madre como un Dios!

VIII

¡Figúrate qué hermosas

las horas de esa vida!

¡Qué dulce y bello el viaje

por una tierra así!

Y yo soñaba en eso,

mi santa prometida;

y al delirar en ello

con alma estremecida,

pensaba yo en ser bueno

por tí, no mas por ti.

IX

¡Bien sabe Dios que ese era

mi mas hermoso sueño,

mi afán y mi esperanza,

mi dicha y mi placer;

bien sabe Dios que en nada

cifraba yo mi empeño,

sino en amarte mucho

bajo el hogar risueño

que me envolvió en sus besos

cuando me vio nacer!

X

Esa era mi esperanza...

mas ya que a sus fulgores

se opone el hondo abismo

que existe entre los dos,

¡Adiós por la vez última,

amor de mis amores;

la luz de mis tinieblas,

la esencia de mis flores;

mi lira de poeta,

mi juventud, adiós!