domingo, 8 de febrero de 2009


Nocturno a Rosario
Manuel Acuña
I
¡Pues bien! yo necesito

decirte que te adoro

decirte que te quiero

con todo el corazón;

que es mucho lo que sufro,

que es mucho lo que lloro,

que ya no puedo tanto

al grito que te imploro,

te imploro y te hablo en nombre

de mi última ilusión.
II

Yo quiero que tu sepas

que ya hace muchos días

estoy enfermo y pálido

de tanto no dormir;

que ya se han muerto todas

las esperanzas mías,

que están mis noches negras,

tan negras y sombrías,

que ya no sé ni dónde

se alzaba el porvenir.

III

De noche, cuando pongo

mis sienes en la almohada

y hacia otro mundo quiero

mi espíritu volver,

camino mucho, mucho,

y al fin de la jornada

las formas de mi madre

se pierden en la nada

y tú de nuevo vuelves

en mi alma a aparecer.

IV

Comprendo que tus besos

jamás han de ser míos,

comprendo que en tus ojos

no me he de ver jamás,

y te amo y en mis locos

y ardientes desvaríos

bendigo tus desdenes,

adoro tus desvíos,

y en vez de amarte menos

te quiero mucho más.

V

A veces pienso en darte

mi eterna despedida,

borrarte en mis recuerdos

y hundirte en mi pasión

mas si es en vano todo

y el alma no te olvida,

¿Qué quieres tú que yo haga,

pedazo de mi vida?

¿Qué quieres tu que yo haga

con este corazón?

VI

Y luego que ya estaba

concluído tu santuario,

tu lámpara encendida,

tu velo en el altar;

el sol de la mañana

detrás del campanario,

chispeando las antorchas,

humeando el incensario,

y abierta alla a lo lejos

la puerta del hogar...

VII

¡Qué hermoso hubiera sido

vivir bajo aquel techo,

los dos unidos siempre

y amándonos los dos;

tú siempre enamorada,

yo siempre satisfecho,

los dos una sola alma,

los dos un solo pecho,

y en medio de nosotros

mi madre como un Dios!

VIII

¡Figúrate qué hermosas

las horas de esa vida!

¡Qué dulce y bello el viaje

por una tierra así!

Y yo soñaba en eso,

mi santa prometida;

y al delirar en ello

con alma estremecida,

pensaba yo en ser bueno

por tí, no mas por ti.

IX

¡Bien sabe Dios que ese era

mi mas hermoso sueño,

mi afán y mi esperanza,

mi dicha y mi placer;

bien sabe Dios que en nada

cifraba yo mi empeño,

sino en amarte mucho

bajo el hogar risueño

que me envolvió en sus besos

cuando me vio nacer!

X

Esa era mi esperanza...

mas ya que a sus fulgores

se opone el hondo abismo

que existe entre los dos,

¡Adiós por la vez última,

amor de mis amores;

la luz de mis tinieblas,

la esencia de mis flores;

mi lira de poeta,

mi juventud, adiós!

Eva


Eva

Manuel M. Flores
A Rosario de la Peña

Era la sexta aurora. Todavía
el ámbito profundo
del éter, el Fiat-lux estremecía;
era el sereno despertar del mundo,
del tiempo en la niñez...
Amanecía,
y del Criador la mano soberana
ceñía en gasas de topacio y rosa,
como la casta frente de una esposa,
la frente virginal de la mañana.
Rodaban en la atmósfera ligera
las olas de oro de la luz primera,
y levantando, púdica su velo
Primavera gentil, rica de galas,
iba en los campos vírgenes del suelo
regando flores al batir sus alas.

El monte azul, su cumbre de granito
dejando acariciar por los celajes
dispersos en el éter infinito,
en campos desplegaba de esmeralda
la exuberante falda
de sus bosques tranquilos y salvajes.
Y cortinas de móviles follajes,
cascada de verdura
cayendo en los barrancos,
daban sombra y frescura
a grutas que fragantes tapizaban
rosas purpúreas y jazmines blancos...
El denso bosque, presintiendo el día
poblaba su arboleda de rumores,
el agua alegre y juguetona huía
entre cañas y juncos tembladores,
el ángel de la niebla sacudía
las gotas de sus alas en las flores,
y flotaba la Aurora en el espacio
envuelta en sus cendales de topacio.
Era la hora nupcial. Dormía la tierra
como una virgen bajo el casto velo,
y el regio sol, al sorprenderla amante,
para besarla, iluminaba el cielo.
Era la hora nupcial. Todas las olas
de los ríos, las fuentes y los mares,
en un coro inefable preludiaban
un ritmo del Cantar de los Cantares
El incienso sagrado del perfume
exhalado de todas las corolas,
flotaba derramado en los céfiros
que al rumor de sus alas ensayaban
un concierto de besos y suspiros;
y cuantas aves de canoro acento,
se pierden en las diáfanas regiones,
inundaban de músicas el viento
desatando el raudal de sus canciones.

Era la hora nupcial. Naturaleza,
de salir de su caos aun deslumbrada
ebria de juventud y de belleza,
virginal y sagrada,
velándose en misterio y poesía,
sobre el tálamo en rosas de la tierra
al hombre se ofrecía.
¡El hombre...! Allá en el fondo,
más secreto del bosque, do la sombra
era más tibia del gentil palmero
y más mullida la musgosa alfombra
y más rico y fragante el limonero;
donde más lindas se tupían las flores
y llevaba la brisa más aromas,
la fuente más rumores,
y trinaban mejor los ruiseñores,
y lloraban, más dulces las palomas;
do, más bellos tendía
sus velos el crepúsculo indeciso,
allí el hombre dormía,
aquel era su hogar, el Paraíso.

El mundo inmaculado
se mostraba al nacer grande y sereno;
Dios miraba lo creado
y hallaba que era bueno...
Bañado en esplendor, lleno de aurora
de aquel instante en la sagrada calma,
a la sombra dormido de la palma,
y del césped florido en el regazo
estaba Adán, la varonil cabeza
en el robusto brazo,
y esparcida a la brisa juguetona
la melena gentil; pero la altiva
frente predestinada a la corona,
la noble faz augusta de belleza
en medio de su sueño revelaba
severa y melancólica tristeza.
El aura matinal en blando giro
su frente acariciaba, y suavemente
su pecho respiraba;
pero algo como el soplo de un suspiro
por su labio entreabierto resbalaba.
¿Sufría...? En tal retiro,
sólo el Creador con el dormido estaba.
Era el hombre primero, era el momento
primero de su vida, y ya, su labio
bosquejaba la voz del sufrimiento.
La inmensa vida palpitaba en torno,
pero él estaba solo. El aislamiento
trasformaba en proscrito al soberano...
Entonces el Creador tendió su mano
y el costado de Adán tocó un instante.
Suave, indecisa, sideral, flotante,
como el leve vapor de las espumas,
cual blanco rayo de la luna, errante
en un girón de tenebrosa brumas,
emanación castísima y serena,
del cáliz virginal de la azucena,
perla viviente de la aurora hermosa,
ampo de luz del venidero día,
condensado en la forma voluptuosa
de un nuevo ser que vida recibía,
una blanca figura luminosa
alzose junto a Adán... Adán dormía.
¡La primera mujer! Fúlgido cielo
que bañaste en tu lumbre
la mañana primer de las mañanas,
¿viste luego, en la vasta muchedumbre
de las hijas humanas,
alguna más gentil, más hechicera,
más ideal que la mujer primera?

La misma mano que vistió la tierra
de azules horizontes,
los campos de esmeralda,
y de nieve la cumbre de los montes
y de verde oscurísimo su falda;
la que en las olas de la mar sombría
alza penachos de brillante espuma,
y corona de arcoiris y de bruma
la catarata rápida y bravía;
la que, tiñe con mágicos colores
las plumas de las aves y las flores;
la que tan bellos pinta esos celajes
de oro y ópalo y púrpura que forman
del cielo de la tarde los paisajes;
la que cuelga en el éter cristalino
el globo opaco de la luna fría
y en el cenit espléndido levanta
la corona del sol que lanza el día:
la que al tender el transparente velo
del ancho firmamento, como rastros
de sus dedos de luz dejó en el cielo
el polvo fulgoroso de los astros;
la mano que en la gran Naturaleza,
pródiga vierte peranal hechizo,
la del Eterno Dios de la belleza,
¡oh primera mujer... esa te hizo!

La dulce palidez de la azucena
que se abre con la aurora
y el casto rayo de la luna llena,
dejaron en su faz encantadora
la pureza y la luz. Los frescos labios
como la rosa purpurina, rojos,
esa mirada en que fulgura el alma
en los rasgados y brillantes ojos

y por el albo cuello,
voluptuoso crespón de sus hechizos,
la opulenta cascada del cabello
cayendo en olas de flotantes rizos...

Su casta desnudez iluminaba,
su labio sonreía,
su aliento perfumaba
y el mirar de sus ojos encendía
una inefable luz que se mezclaba
del albor al crepúsculo indeciso...
Eva era el alma en flor del Paraíso.

Y de ella en derredor, rica la vida,
se agitaba dichosa;
Naturaleza toda palpitante,
como a la virgen trémula el amante
la envolvía cariñosa.
Las brisas y las hojas le cantaban
la canción del susurro melodioso;
al compás de las fuentes que rodaban
su raudal cristalino y sonoroso;
en torno cefirillos voladores
su cabello empapaban con aromas,
suspiraban pasando los rumores
y trinaban mejor los ruiseñores
y lloraban más dulce las palomas;
en tanto que las rosas extasiadas,
húmedas ya con el celeste riego,
temblando de cariño a su presencia
su pie bañaban de fragante esencia
y le inclinaban a besarle luego.

Iba a salir el sol, amanecía,
y a la plácida sombra del palmero,
tranquilo Adán dormía.
Su frente majestuosa acariciaba
el ala de la brisa que pasaba
y su labio entreabierto sonreía.

Eva le contemplaba
sobre el inquieto corazón las manos,
húmedos y cargados de ternura
los ya lánguidos ojos soberanos;
y poco a poco, trémula, agitada,
sintiendo dentro el seno, comprimido
del corazón el férvido latido;
sintiendo que potente, irresistible,
algo inefable que en su ser había
sobre los labios del gentil dormido
los suyos atraía,
inclinóse sobre él...

Y de improviso
se oyó el ruido de un beso palpitante,
se estremeció de amor el Paraíso...
¡y alzó su frente el sol en ese instante!